Capítulo XII
Al otro día, sábado 30 de marzo, el tiempo era hermoso. Brisa suave y tranquilo el mar. Los fuegos de los hornos, activamente alimentados, habían aumentado la presión. La hélice daba treinta y seis vueltas por minuto. La velocidad del Great Eastern pasaba de doce nudos.
El viento habla pasado al Sur, el segundo de a bordo hizo orientar las dos gavias y la cangreja, y el buque mejor equilibrado, no sufría ningún balance.
Con aquel hermoso cielo inundado de luz, reinó gran animación sobre cubierta. Las señoras se presentaron en las toldillas vestidas con esmero. Unas a pasear, y otras a sentarse... iba a decir sobre el césped, a la sombra de los árboles; los niños volvieron de nuevo a sus juegos, interrumpidos dos días, haciendo correr por todas partes; sus cochecitos con muñecas. Sólo faltaban algunos soldados, con las manos metidas en los bolsillos y mirando al cielo, para que cualquiera se hubiera creído en un paseo francés.
A las doce menos cuarto, el capitán Anderson y dos oficiales subieron al puente. El tiempo era favorable para hacer observaciones, e iban a tomar la altura del sol. Cada uno de ellos tenía en la mano su sextante y de vez en cuando observaban el horizonte del Sur hacia el cual los espejos inclinados de los instrumentos debían presentar el astro del día.
-Las doce -dijo al poco rato el capitán.
Al instante el timonel tocó la hora en la campana del puente y todos los relojes del buque se arreglaron por el sol cuyo paso por el meridiano acababa de anunciarse. Media hora después, se fijó este cartel:
Latitud: 51º 10' N.
Longitud: 24º 13' O.
Marcha: 227 millas. Distancia: 550.
Habíamos recorrido, pues, doscientas veintisiete millas desde las doce del día anterior. En aquel momento era la una y cuarenta y nueve minutos en Greenwich, y el Great Eastern se hallaba a ciento cincuenta y cinco millas de Fastenet.
-No vi a Fabián en todo el día. Varias veces m acerqué a su camarote, preocupado por su ausencia y pude cerciorarme de que no había salido de él.
Aquella multitud que obstruía la cubierta del buque debía disgustarle; evidentemente huía de aquel tumulto y buscaba la soledad.
Pero encontré al capitán Corsican, y estuvimos paseando una hora por la toldilla. Hablamos naturalmente de Fabián, y no pude menos de referir al capitán lo que había pasado la víspera entre Mac Elwin y yo.
-Sí -me contestó Corsican con una emoción que no trató de ocultar-, hace dos años que Fabián tenía el derecho de creerse el más dichoso de los hombres, y hoy es el más desgraciado.
Archibaldo Corsican me hizo saber, en pocas palabras, que Fabián había conocido en Bombay a un joven hermosísima llamada miss Hodges. La amó y fue correspondido. Nada se oponía al parecer a un enlace entre miss Hodges y el capitán Mac Elwin cuando, previo el consentimiento de su padre, fue solicitada ésta por el hijo de un comerciante de Calcuta. Era un negocio, un negocio ajustado de antemano. Hodges, positivista duro, poco, sentimental, se veía entonces en una situación delicada respecto a su corresponsal de Calcuta. Aquel matrimonio podía arreglar muy bien las cosas, y sacrificó la felicidad de su hija a su interés personal. La pobre niña no pudo oponerse. Dieron su mano a un hombre, a quien no amaba y que probablemente no la amaría tampoco a ella. Puro negocio; mal negocio y peor acción. El marido se llevó a su mujer al día siguiente de la boda, y desde entonces Fabián, loco de dolor, herido de muerte, no había vuelto a ver a la que seguía amando con pasión.
Terminado aquel relato comprendí que en efecto, el mal que padecía Fabián era grave.
-¿Cómo se llama ella? -pregunté al capitán.
-Elena Hodges -me respondió.
¡Elena! Este nombre me explicaba las letras que Fabián creía ver en la estela del buque.
-Y su marido, ¿cómo se llamaba? -volví a preguntar.
-Enrique Drake.
-¡Drake! -exclamé-. Ese hombre está a bordo.
-¿Él aquí? -replicó Corsican, asiéndome la mano y mirándome con fijeza.
-Sí, a bordo.
-¡Dios quiera -dijo gravemente el capitán-, que Fabián y él no lleguen a encontrarse! Afortunadamente no se conocen o al menos Fabián no conoce a Enrique Drake. Pero este nombre pronunciado delante de él provocaría una explosión.
Entonces referí al capitán Corsican lo que sabía respecto a Drake, es decir, lo que me había contado el doctor Dean Pitferge. Describí, tal cual era, a aquel aventurero insolente, pendenciero, arruinado por el juego y la crápula y decidido a emprenderlo todo para reponer su fortuna. En aquel momento Drake, pasó cerca de nosotros, y se lo enseñé al capitán. Los ojos de Corsican se animaron de pronto, e hizo un movimiento de cólera que logró contener.
-Sí -me dijo-. Tiene aspecto de canalla. Pero, ¿a dónde va?
-A América según dicen a pedirle al azar lo que no quiere pedir al trabajo.
-¡Pobre Elena! -murmuró el capitán-. ¿Dónde estará?
-¿La habrá abandonado ese infame?
-¿Y por qué no ha de estar a bordo? -dijo Corsican mirándome.
Aquella idea pasó por mi imaginación por primera vez; pero la deseché. No, Elena no estaba, no podía estar a bordo; no hubiera escapado a la fina vista del doctor Pitferge. No, ella no acompañaba a Drake en aquella travesía.
-¡Ojalá sea cierto! -me respondió el capitán Corsican-, porque la vista de esa pobre víctima reducida a tanta miseria sería un golpe terrible para Fabián. No sé que sucedería. Fabián es capaz de matar a Drake como a un perro. Puesto que usted es amigo de Fabián, como yo, le pido una prueba de esa amistad. No le perdamos nunca de vista y en caso necesario, que uno de nosotros esté siempre dispuesto a interponerse entre él y su rival. Demasiado comprenderá usted que no puede efectuarse un duelo entre esos dos hombres. Ni aquí ni en ninguna parte, puede casarse una mujer con el matador de su marido, por indigno que éste haya sido.
Comprendí perfectamente la reflexión del capitán Corsican. Fabián no podía tomarse la justicia por su mano. Esto era sin duda pecar de previsor; pero, dadas las contingencias de las cosas humanas, ¿por qué no habíamos de estar prevenidos? Un presentimiento me inquietaba.
¿Sería posible que en aquella existencia común de a bordo; que en aquel contacto diario de todos los pasajeros, no llegara a llamar la atención de Fabián la bulliciosa personalidad de Drake? Un incidente, un detalle, cualquier nombre pronunciado, ¿no podría ponerles frente a frente? ¡Ah, cuánto habría deseado acelerar la marcha de aquel steam ship que a ambos nos llevaba! Antes de separarme del capitán Corsican, le prometí velar por nuestro amigo y observar a Drake, y él se comprometió a no apartarse de su lado y a no perderlo de vista y estrechándome la mano nos separamos.
Al anochecer, el viento del Sudoeste condensó algunas
brumas sobre el Océano. La obscuridad era grande. Los salones, brillantemente
iluminados, contrastaban con aquellas tinieblas profundas. Resonaban sucesivamente,
romanzas y valses, que obtenían invariablemente aplausos frenéticos
y hasta se prorrumpió en hurras cuando el chusco T... se puso, al piano
y silbó algunas canciones con el aplomo de un pilluelo.